...Fuí a los bosques porque quería vivir a conciencia. Quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida. Olvidar todo lo que no fuera la vida, para no llegar a la muerte, descubriendo que no había vivido...






Pa´ no tener que volver a identificarse (?)



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Abrió los ojos y miró con miedo a su alrededor. Estaba oscuro y tuvo que incorporarse para ver mejor. Pero un fuerte dolor en los tobillos se lo impidió. Entonces no le quedó más remedio que comprender: estaba atado. Atado con cadenas, como si fuera algo peor que un animal. Y le fue preciso recordar: había salido con los demás de caza. Cantos, risas y el silencio súbito ante la intuición de la presa próxima. Luego, aquella avalancha imprevista, gritos, golpes, el dolor, la oscuridad... Los ojos se le llenaron de lágrimas de espanto. Junto a él, decenas de ojos amigos lloraban en silencio de espanto.
Abrió los ojos y sonrió. Le gustaba despertarse así, con la música del laúd que la esclava tocaba con tanta suavidad como alegría. Comenzaba una nueva jornada en la que no tendría nada que hacer, como durante las 5.915 vividas hasta entonces y anotadas en el cuadro de marfil que su abuela le había regalado en su nacimiento. Tan sólo jugar con sus primas y hermanas, escuchar alguna lectura, dejarse bañar y arreglar por las esclavas y, de cuando en cuando, ir al palacio del abuelo. Eso era todo. Casi nada que hacer y no pensar demasiado.
Le separaron de los demás. Le dijeron que se ocuparía de remar. Le explicaron que, como los otros siete esclavos, tenía que estar siempre preparado para llevar a las princesas desde su palacio al del rey, al otro lado del río. Le hicieron saber violentamente que jamás debía mirar a las mujeres. Bajo ningún pretexto. El más pequeño intento o error sería considerado como falta grave. Como castigo, la muerte. A cambio de su prudencia y de la fuerza de sus brazos, comida y un lugar recogido donde dormir. Comprendió tristemente: la vida sin vida.
Se le había olvidado que aquel día era fiesta y toda la familia debía reunirse en el palacio del abuelo, blanco y verde. Así que pasó la mañana eligiendo las mejores sedas y se hizo perfumar con agua de rosas y jazmín. Le gustaba aquel olor.
Los gritos del jefe de los remeros anunciaron la llegada de las princesas. Hizo como todos: se arrodilló y pegó la cabeza al suelo para no verlas. Al pasar, sintió el roce de sus pies en la arena. Y le llegó el olor de su perfume. Rosas y jazmín.
Como siempre, la ceremonia la aburrió. Tantas reverencias, tantos saludos respetuosos a mujeres cuyos nombres ignoraba, pero a las que le unía la sangre...Y el abuelo, distante, frío, guardando siempre las formas. Recordó una vez más los años en que él sólo era príncipe heredero y ella una niña pequeña, y él iba a verla y la acariciaba, y ella le hacía tantas preguntas y él le contaba mil historias maravillosas. Ahora era un rey y la ternura se había acabado.
Esperó su regreso con el cuerpo y el alma tensos. Necesitaba saber si volvería a sentir el mismo olor y notaría de nuevo el calor de su cuerpo cerca. Era lo único que podía ocuparle el pensamiento. Aquello y la muerte. Pero no debía pensar en la muerte. La esperó.
Caminó hacia la barca cansada, con ganas de llegar a casa y sentirse de nuevo tranquila. Las demás reían. Apartó el velo de su cara, pues ningún hombre estaba cerca. Respiró hondo y miró más allá del río. El sol estaba ocultándose y la ciudad, a lo lejos, cambiaba de color, semejante a una miniatura. Se volvió a mirar las montañas del otro lado, pero sus ojos se quedaron quietos cerca del agua. Como algo inevitable, ahí estaba la espalda de uno de los remeros, inclinada sobre el río, con la cabeza baja y fija para no verla nunca... Nunca había mirado la espalda de un remero. Sintió frío.
Aprendió a reconocerla por el ruido de sus pasos, por el olor único de su cuerpo, por el ritmo del crujido de sus ropas. Y por su sombra, que espiaba con los ojos pegados a la tierra. La sentía acercarse a él, acariciar su cuello y su espalda, apretarse tibia contra su cuerpo inclinado. Entonces la besaba. Besaba el suelo, apretando su cara contra él, porque su sombra estaba allí. Entregada.
De noche no podía dormir.
Ella lo inundaba todo.
Lo reconocía entre todos. Inventaba excusas para visitar cada día el palacio del abuelo. Y cada día se arreglaba como si fuera una novia conducida por primera vez ante el hombre que la iba a poseer y que debía desearla. Cada día sentía cómo el corazón le latía fuerte al acercarse al embarcadero, cómo se le estremecía todo el cuerpo cuando llegaba junto a él y su sombra acariciaba su espalda, y durante un momento permanecía quieta, apretando la sombra contra su cuerpo, atravesándolo y recibiendo sus labios. Sabía que él la besaba.
En la barca se quitaba el velo y seguía con los ojos cada uno de sus movimientos. Conocía de memoria la forma de su espalda y de sus brazos, sabía cuándo los músculos estaban en tensión y cuándo descansaban, reconocía los distintos tonos de su piel a cada hora del día, en las diferentes luces.
Sólo soñaba con él. Deseaba ver su rostro. Lo deseaba más que el aire y que el pan.
El dolor era insoportable. Sabía que ella lo estaba mirando un día más y no podía mirarla. Pero tenía que mirarla. Sólo un segundo. Necesitaba ver durante un segundo cómo eran sus ojos y su boca, y el color de su pelo y la forma de sus manos, para poder soñar con ella. Tenía que mirarla durante un segundo para poder dormir. Apretó el remo con fuerza y comenzó a mover la cabeza despacio, con miedo a que alguien oyese el crujido de sus huesos al girar, el roce de su pelo en el aire.
Ella se tapó la boca para no gritar. Se estaba volviendo y vería su cara. Al fin podría ver su cara y dibujarla con las manos en la almohada, por la noche, para besarla después. Lo vería ahora mismo. Aunque sólo fuera durante un segundo. Perderse en sus ojos un segundo.
A sus espaldas, la vieja esclava lanzó un chillido. Se giró hacia ella y vio cómo señalaba con espanto al remero. Cuando se volvió de nuevo hacia él, su rostro estaba otra vez hundido en el suelo.
Se sintieron ciegos y lloraron en silencio. Tapada por el velo. Inclinado sobre el río.
La vieja esclava habló.
Le cortaron la cabeza a las cinco.
A las cinco, descolgó el cuadro de marfil en el que habían anotado el día 6.150 de su vida. Sacó de la parte de atrás el frasquito que la abuela le había regalado unas horas antes de morir. Olía a rosas y a jazmín. Lo echó en la copa de plata y se sentó en la ventana, mirando hacia el embarcadero.
La enterraron dos días después, en el cementerio real, entre los llantos en mil tonos diferentes de todas las mujeres de la familia.
A él lo tiraron a los perros favoritos del rey. En castigo por haberse atrevido a mirar lo que ningún hombre podía ver.
Él nunca vio su cara.
Ella nunca vio su cara.



Toma pastelada!!!...pero me encanta, así que a joderse...


[alguien ha bordado tu cuerpo con hilos de mi ansiedad]


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